¿QUÉ LEEMOS CUANDO NO LEEMOS LIBROS?

Por Óscar Collazos

Palabras para la inauguración de la XIII Feria Internacional del Libro de Valencia (Venezuela), organizada por la Universidad de Carabobo

Cuando nuestro amigo Antonio López Ortega me anunció que la Feria Internacional del Libro de Valencia y la Universidad de Carabobo me invitarían a decir unas palabras en su acto inaugural, pensé en lo difícil que resultaría decir algo nuevo sobre el libro, pero, sobre todo, algo razonable y al mismo tiempo inquietante sobre su destino, algo por lo menos distinto sobre el destino de ese objeto que llamamos libro y cuyo formato actual lleva ya casi seis siglos en el centro de todas las culturas y unas pocas décadas sometido a las profecías más apocalípticas.

  Mi gratitud por esta invitación.

  No voy a repetir aquí la historia de la impresión de libros ni a recordar hechos que atraviesan siglos y culturas, de Oriente a Occidente. Me emociona evocar palabras como piedra, madera, arcilla, bambú, seda, hueso, bronce, cerámica y escamas, materiales que en distintas civilizaciones y épocas sirvieron de soporte al registro de la escritura, un propósito que la proyectaba hacia la eternidad. 

  En una ocasión, en el otoño de 1972, le escuché a Julio Cortázar este comentario, mientras los monjes de la Abadía de Royaumont nos servían un vino espeso de la región y hablábamos de libros y escritores. “Lo curioso-dijo Cortázar- es que la prensa que se usaba para exprimir las uvas con que se fabricaba el vino, fue el primer principio de la imprenta.” Esta fue la manera comedida de elogiar el vino que nos servían los monjes de la abadía y de crear una atmósfera amable en medio de las controversias que suscitaba el tema de la convocatoria hecha por Jacques Leenhardt, de la Escuela Práctica de Altos Estudios de París: la sociología de la literatura latinoamericana.  

   La más popular y asequible de las Enciclopedias virtuales nos informa que “las palabras biblos y liber tienen, como primera definición, corteza interior de un árbol” y que “en chino, el ideograma del libro son las imágenes en tablas de bambú.”  Una historia de siglos se ha convertido así en el lugar común de quienes celebramos la existencia del libro pero también en el objetivo de quienes fabrican esquelas- impresas o virtuales- invitando a su defunción. Sin embargo, creo que todavía es pronto para guardar luto: en el otoño de su vida, el libro goza de buena salud.

  Cuando se habla de libro, tenemos que decir que estamos en el origen de algo que, pese a haber sufrido todas las metamorfosis, de haber pasado del sigilo monástico a la modernidad escandalosamente industrial, siguió conservando el nombre originario derivado de biblos y liber, No es difícil darse cuenta que lo que ha estado cambiando y presidiendo las civilizaciones mecánica y tecnológica -habiendo superado hacia el siglo XV la civilización manual- no es la naturaleza del libro sino los vehículos en que ha viajado como un pasajero privilegiado de una época a otra pero, también, como pasajero oculto y perseguido en épocas de turbulencias sociales e inquisiciones.

  Ya no se trata, como lo hizo Gutenberg (como lo hicieron quienes le precedieron en el hallazgo de la imprenta) de probar que se podía imprimir un mayor número de ejemplares de La Biblia, muchos más de los que era capaz de transcribir un copista. Carece de importancia el saber cuántas miles de copias del mismo libro pueden imprimirse hoy en 24 horas. Resulta mucho más relevante aceptar que el libro va más allá de la disputa entre lo manual y lo mecánico, saltando en el tiempo hacia el vértigo de las tecnologías, hasta alcanzar su lugar en el espacio virtual de nuestro tiempo. 

  Gran parte de los pronósticos apocalípticos de hoy vienen de una concepción del libro entendido como objeto y mercancía gradualmente democratizada por la imprenta, masificada en las últimas décadas por la reproducción industrial. Esa concepción se refiere al soporte que, desde mediados del siglo XV, fue perfeccionándose y ofreciendo al mundo una de las revoluciones más silenciosas de la modernidad, principio y germen de muchas revoluciones sociales. 

  En efecto, no se pueden imaginar cambios o revoluciones sociales sin el libro, sin los libros. Ni siquiera se pueden imaginar los cambios en las costumbres morales, cambios que jalonan el progreso espiritual o la libertad de los seres humanos. En la Edad Media -ese oscuro preludio de la Modernidad-, la letra de los libros sagrados debió de haber turbado la conciencia de los copistas. En el lugar donde se afianzaba la fe, salía también el germen de la herejía. Fascinante destino el del libro: ser acción y reacción al mismo tiempo. En la fábula recreada por Umberto Eco en El nombre de la rosa: la lucha entre lo sagrado y lo profano conduce a un no menos fascinante expediente policivo. 

  Maravilla saber que muchos copistas no sabían leer, que imitaban letras y caracteres sin conocer su significado. En nuestro tiempo, sin embargo, no nos consuela saber que existen millones de seres que leen y no comprenden lo que leen. No sé si los artesanos analfabetos de las imprentas eran felices. Estoy convencido de que, sin ellos, no hubieran sido posible muchos de los libros que alimentan nuestra felicidad de lectores. 

  Sería interesante saber en qué momento de la vida, un libro, un solo libro, cambió la conciencia de un ser humano, en qué momento, estrechando la hipótesis, se produjeron los cambios en la conciencia de ese lector y se encendió la llama de lo antes desconocido, ahora un fulgor en la conciencia. ¿En qué momento surgió la idea reveladora en la página del libro que se leía, en qué feliz instante un verso del poema estremeció de gozo, dudas o exaltaciones al lector? 

  Sabemos que la traducción de un libro sagrado sirvió para edificar la herejía moderna del protestantismo pero sabemos también que la fe religiosa, perdida con la lectura de libros que apelaron a la razón, no ha dejado de ser enfrentada por dogmas consignados en otros libros. En uno de sus grabados más enigmáticos, Goya, hijo de la edad de la razón, imaginó a un hombre abrumado y asediado por los monstruos de esa misma razón, la cabeza inclinada sobre una mesa, visibles hojas de papel y pluma. 

  El libro que dinamiza, dialoga con el que paraliza; el que conserva, dialoga con el que revoluciona. Toda fe escrita en los libros, convoca su herejía en otros libros. De allí el celo de todas las iglesias (el poder adquiere a menudo la categoría de iglesia) por hacerse al control de la imprenta, de allí la imagen de la imprenta que viaja clandestinamente en la nave del patriota y el conspirador con una tripulación de analfabetos que acabarán el viaje conociendo el significado de las letras del alfabeto. 

En su magnífica obra sobre el libro y la lectura, Alberto Manguel trazó una historia que contiene elementos épicos, curiosos y pintorescos. La historia del libro, inseparable del hecho de leerlo, recuerda una frase de Marx: el vestido sólo es vestido cuando se usa. En esta sola frase, la economía política le cede el lugar al sentido común. Un libro solo es libro cuando se lee.    

La reproducción en número cada vez más grande de copias de obras religiosas, científicas, filosóficas o literarias, heredadas y recogidas de un siglo al siguiente, convertidas, sin excepción, en el más duradero instrumento de la memoria individual o colectiva, se ha encontrado con desafíos que tal vez pongan en aprieto al objeto llamado libro pero no a la figura que lo contiene: el lector. Por eso Manguel prefiere no hablar de la historia del libro sino de la Historia de la lectura. El libro, en esencia, no es la forma material que adopta como objeto de mercado sino aquello que lo contiene. 

Me gusta recordar, en este sentido, un episodio referido por el historiador y escritor guatemalteco Manuel Galich (1913-1984). Con el tiempo, no sé si le escuché esta anécdota en nuestras conversaciones en su casa del barrio de Miramar en La Habana o la leí en uno de sus textos. No encuentro la referencia bibliográfica exacta pero encuentro sin dificultad lo referido por Galich, quien había sido candidato a la presidencia de su país en 1950 y sería después, con el gobierno de Jacobo Arbenz, presidente del Congreso de la República, Ministro de Educación y Ministro de Relaciones Exteriores. Galich pertenecía a esa rara y no siempre afortunada raza de poetas y gobernantes de estirpe decimonónica que, si no me equivoco, tuvo en el novelista Rómulo Gallegos al último de sus exponentes latinoamericanos.  

  Cuenta Galich que, con la llegada de Árbenz al gobierno, y estando él en el Ministerio de Educación, uno de las prioridades del Estado fue la campaña de alfabetización. En 1950, cuando todavía no se discutía la supervivencia del libro, el 74,5% de los guatemaltecos eran analfabetos. Esa cifra cubría a la mayoría indígena de origen maya. Si esas mayorías aprendían a leer, refería Galich, debían hacerlo en una cartilla especial y con un texto que les resultara familiar. Esa cartilla no fue otra que el Popol Vuh, el libro sagrado de los mayas. ¿Recuerdan? Déjenme escuchar el comienzo: 

  “Esta es la relación de cómo todo estaba en suspenso, todo en calma, en silencio; todo inmóvil, callado, y vacía la extensión del cielo. Esta es la primera relación, el primer discurso. No había todavía un hombre, ni un animal, pájaros, peces, cangrejos, árboles, piedras, cuevas, barrancas, hierbas ni bosques: sólo el cielo existía.” 

Se hizo entonces un tiraje de decenas de miles de ejemplares en castellano y maya-quiché y, de la mano de los alfabetizadores, los libros se distribuyeron por todo el país. Hubo sin embargo un penoso incidente, a punto de convertirse en un incomprensible episodio sangriento. En una región de aquel hermoso país- con el tiempo, he querido imaginar que se trata de una aldea en la provincia del Petén-, los alfabetizadores fueron confrontados agresivamente por la comunidad. Estuvieron a punto de ser linchados. El caso escandalizó al país, mucho más al saber que el libro con que se enseñaban las primeras letras a indios que no leían ni escribían,  era el libro sagrado de ellos, explicación del nacimiento del mundo y del hombre de maíz que le dio forma.

  Las averiguaciones judiciales llegaron a una conclusión desconcertante, obtenida por testimonios de los indígenas. Explicaron- y la explicación fue el atenuante de una falta que estuvo a punto de ser causa criminal-, los indígenas explicaron que habían actuado así porque al fin habían encontrado a los ladrones del libro sagrado.

  No hacen falta interpretaciones a tan contundente justificación: para ellos, el “libro” era anterior al libro encontrado, lo contenía, es cierto, pero en algún momento de la historia- una historia de colonizaciones y saqueos- alguien les había robado el libro que hallaron en manos de los alfabetizadores.

  Dudo a veces si fue Galich quien me refirió este episodio. Pudo haber sido el poeta salvadoreño Roque Dalton o el escritor Augusto Monterroso. O ambos, que citaban a Galich, el historiador al que se le atribuye un episodio que alguien pudo haberle referido. Si no fueron ellos, aspiro a que el episodio quede como uno de los argumentos más hermosos para distinguir el libro como objeto  del libro como letra vida. Suponiendo que éste no sea un episodio de la historia sino una fábula imaginada por Galich, bien valdría la pena recordarlo como la respuesta a un debate que no cesa: el destino del libro. 

  Díganlo ustedes de la manera que quieran: el libro hacia el que muchos están disparando es un blanco equivocado: se está tratando de matar sólo un soporte, el gutenbergiano, el símbolo de la galaxia que recibió hace medio siglo los primeros disparos de Marshall McLuhan.

  Hace poco, cometí el error de decir en una de mis clases y a estudiantes universitarios de entre 18 y 24 años, que los jóvenes de ahora no leían libros, leían poco o leían mal. Pretendía tocarles alguna fibra del amor propio. La réplica del más silencioso de mis estudiantes fue inmediata: 

  -No sé a qué clase de libros se refiere. 

  La réplica prendió la mecha del descontento y una chica se sumó a la revuelta de los injuriados: 

  -¿Quién le dijo que todo lo que hay que saber se encuentra en esto?, preguntó, agitando un ejemplar de La metamorfosis de Kafka, la obra que debían leer y comentar para aprobar el curso. Minutos más tarde, al salir del aula dando toda clase de explicaciones y después de discutir lo que se entendía por libro, leer y lectura, recordé haber visto el brazo extendido de la chica que agitó a la historia del desgraciado Gregorio Samsa, atravesado por los enigmáticos signos de su tatuaje. No se lo diré nunca: en las semanas que me quedan de clases, trataré de leer furtivamente signos y letras.

  Mi respuesta a las preguntas de estos estudiantes de ingeniería y ciencias económicas que quizá no leerán más literatura que la incluida en sus fugaces cursos de Humanidades no fue nada original, como no lo es el sentido de esta charla: se lee, en efecto. Los jóvenes que dentro de pocos años serán adultos y no se darán cuenta con qué rapidez se llega a viejo, leen y llegarán a adultos y a viejos después de haber leído poco de lo que leíamos quienes les reprochamos no leer, pero habrán leído en los soportes que hoy son presentados como una amenaza: en primer término, el libro electrónico o virtual. Me queda de todas maneras una certidumbre: alguien, al final de los tiempos, como el último ser vivo de una estirpe, tendrá que leer y descifrar los manuscritos a medida que un “huracán bíblico” le arrebate la última oportunidad sobre la tierra.

  Estos jóvenes. No tanto como deseamos quienes leemos, tal vez porque tampoco en el pasado los jóvenes de las generaciones que nos precedieron leyeron como leíamos quienes nos refugiamos en el mundo de los libros. Y no solamente leen en los libros. Recuerdo que por los años en que me aficioné a leer novelas de autores y épocas diversas, gastaba parte de mi tiempo leyendo comics mexicanos y norteamericanos sin saber si el dibujo prevalecía sobre el texto o era el texto el que daba valor al dibujo. Carlos Monsiváis, lector de casi todos los libros, coleccionaba en su casa, hasta desbordarla, textos, imágenes, cómics, fanzines, folletines, fetiches, objetos de todo cuanto estaba dando la cultura popular, que él puso a dialogar con la llamada alta cultura. Monsiváis había superado creativamente y con bastante ironía el desdén que se había cultivado hacia esos símbolos, páginas abiertas de un libro que ha acabado por hacer parte de nuestra hipermodernidad.  

  Hace décadas viajamos desconcertados por  un mundo en el que prevalece la imagen sin que desaparezca por ello la letra escrita, contenida también en la imagen. Leemos imágenes en movimiento llamadas cine o televisión, leemos el rostro de las ciudades con su fascinante entrevero de signos. La vida de hoy no sería posible o sólo sería insufriblemente posible sin ciudadanos que no sepan descifrar los signos cotidianos y cambiantes de las ciudades. Hace unos meses, me senté en una banca pública en Times Square (donde se venden entradas de última hora a los espectáculos de Broadway) y miré alrededor. Contemplé no sólo los carteles de musicales y estrenos de obras teatrales, sino los anuncios avasalladores de cuanto cabe en esta Babel del mercado. De pronto, me sentí en medio de una confusa biblioteca de la hipermodernidad,  tratando de detenerme en cada uno de los signos de esta nueva Babel, tratando de leerlos y  darles sentido para añadirlos al repertorio de otras imágenes nacidas durante años y años desde el fondo de la letra impresa. Pensaba en la estimulante tarea calcular cuánto tiempo y cosas habían cambiado en lo que iba del Manhattan Transfer de Dos Passos a La trilogía de Nueva York, de Paul Auster. En cierto sentido, estaba tratando de imaginar lo que viven, leen y descifran quienes no leen libros o no leen los libros impresos en papel que llenaron las paredes de nuestras viviendas, cada vez en número más grande, en orden más confuso y en ramificaciones laberínticas de saberes. 

  Sorprende saber que la biblioteca de una persona ilustrada de finales del siglo XVIII a principios del XIX no llegaba a mil volúmenes. Hoy nos resulta sorprendente y hasta decepcionante conocer una modesta biblioteca de dos mil títulos de una persona ilustrada, entre los cuales coexisten numerosos títulos desechables, papel impreso y encuadernado que ha vuelto cada día más adiposa a la industria editorial que cabalga sobre la cultura de masas.

  Hace apenas tres días, recordando mi experiencia en Times Square, pedí a mis estudiantes que “leyeran” la ciudad de Cartagena de Indias pero que no lo hicieran consultando libros de historia o crónicas de actualidad. Les gustó esta condición: que no tuvieran que leer ningún libro. Que la “leyeran”, esto es, que descifraran e interpretaran los signos de sus edificaciones y monumentos históricos, la proximidad de la caótica ciudad moderna, un modelo de “modernidad” que se replica con monotonía en casi todas nuestras ciudades modernas; que la leyeran en las señales de tránsito y en las vallas publicitarias; en la manera de vestir y en los colores con que nos vestimos en el Caribe, que la leyeran en el ritmo que adoptan los cuerpos al andar y en la manera de alzar la voz sin que estemos necesariamente “arrechos” (en su acepción venezolana, por supuesto); que se detuvieran en los malabaristas o bailarines callejeros y después contaran, oralmente o por escrito, lo que habían visto y descifrado; que no olvidaran detenerse en esos grupos de jóvenes que la nueva antropología llama tribus urbanas. Que leyeran los cuerpos de las mujeres y los hombres porque siempre hay algo muy escondido escrito en esos cuerpos.

  La chica de los tatuajes me preguntó si lo que les pedía tenía algo que ver con el libro y con leer y me dijo que haría el esfuerzo porque lo que yo les estaba pidiendo era la escritura de una enciclopedia.

  Debo decir que leyeron La metamorfosis (algunos en el archivo en pdf que subí a la plataforma virtual de la Universidad), que no contentos con la interpretación de la alegoría kafkiana, se fueron a buscarle explicación en “La carta al padre”, no sin antes preguntar si había una película basada en la obra. En el mejor de los casos, no me siento autorizado a decirles a mis estudiantes que lean el libro y no la película. Alguno podría responderme que ver es leer. Sé que no puedo ponerlos en la disyuntiva de leer o ver Madame Bovary, Crónica de una muerte anunciada, Berlin Alexanderplatz o El proceso de Orson Welles. Estoy seguro, eso sí, de que aunque no exista una novela llamada Ciudadano Kane, la película de Welles será leída como se lee una novela o una tragedia shakespeariana sobre la caída de un imperio o un hombre poderoso. Leemos Kane como vemos La oda del viejo marinero, el poema de Coleridge. 

  Repito: leer es ver y descifrar. En una ocasión, no quise decirles a los mismos estudiantes que la película que íbamos a ver estaba basada en una novela. Proyecté La naranja mecánica, de Kubrick. ¿Cuál hubiera sido el placer o el conocimiento derivados de la lectura de la novela de Anthony Burgess?  ¿Fetichismo de la imagen en movimiento versus fetichismo de la palabra escrita? No sabría decirlo.   

  En un texto ya clásico (“El lector infrecuente”), Georges Steiner glosa un cuadro de Chardin, Le Philosophe lisant, de 1734. El cuadro representa a “un hombre y una mujer leyendo un libro abierto sobre la mesa”, y Steiner recuerda que se inspira en “las iluminaciones medievales”. Otro es el tema del grabado de Goya. Lo que interesa al ensayista es la actitud de los personajes, el ritual de la lectura, el cómo se lee, algo que nos contó Alberto Manguel de manera exhaustiva en la ya citada The History of Reading, libro que he querido recordar como una novela de costumbres de la lectura. 

  Steiner lee y descifra el cuadro de Chardin. Y lo que va reflexionando en esta pesquisa de signos es lo que nos maravilla. Aceptar, por ejemplo, que “la vida del lector se cuenta en horas; la del libro en milenios”, afirmación que me devuelve a la fábula del Popol Vuh. Los indígenas mayas leían en horas lo que sus antepasados habían leído y narrado, narrado para ser leído y escuchado, en el transcurso de siglos. “En cada libro hay una apuesta contra el olvido”, dice Steiner. En buena lógica, pensar la desaparición del libro, es pensar en un olvido que nos llevaría más al final que al comienzo de los tiempo, donde todo fue lenguaje y memoria. “La vida del libro después de la muerte”, apunta el escritor. 

  El cuadro de Chardin que inspira la reflexión de Steiner reivindica otras formas de lectura, esto es, el sentido clásico de lectura. Se podría suponer que, antes de desaparecer el sentido clásico de lectura (la actitud casi devota de quien lee un texto), ésta será superada por otras tantas actitudes. Por ejemplo: por la biblioteca viajera. Ya la conocemos y no esta hecha de papel impreso. La mitad de una biblioteca con los libros que se podrían leer en la mitad de una vida, caben en un rectángulo portátil que pesa menos de 500 gramos. ¿Qué altera el paisaje que acompañó a los libros? En otras palabras: ¿cuál será el paisaje doméstico y público de los libros que dejaron de ser objetos de papel impreso?  

  Encuentro patético imaginar un mundo sin seres que se escriban y se lean, incapaces de construir relatos que den cuenta de sus vidas, de reflexiones que contengan las ideas que dieron sentido a la vida en sociedad, al progreso material o moral, a la desgracia de trabajar en la inconsciencia por la destrucción del mundo o  por la felicidad de servirse de la ciencia para detener la destrucción antes del último día del mundo. Nadie, ni siquiera los apocalípticos más delirantes, imaginarían un mundo sin libros (impresos en el papel o depositados en  soportes electrónicos) ni lectores. Me inquieta más saber cómo será el lector de los nuevos soportes, una vez que la novedad se haya vuelto costumbre, que conocer lo que leerá. Estoy casi seguro de que seguirá leyendo aquello que heredó y lo hará como se habita en la casa heredada, sometida con el tiempo a intervenciones y remodelaciones. 

  Me maravilla imaginar que en la casa colonial del siglo XVII donde se leyeron los primeros libros impresos hacia 1580 en la América española (una casa de Lima, una casa de Santa Fe de Bogotá, una casa de Quito), alguien haya leído a hurtadillas, finalizando el siglo XVIII, a Rousseau y a Voltaire, que alguien, heredero de la casa, se haya exaltado con los románticos del siglo XIX como se exaltó la jovencita que guardó entre sus ropas Manon Lescaut, la tragedia romántica del Abate Prévost, como sufrió el adolescente, educado en un exigente colegio religioso, a punto de compartir el destino del joven Werther; me divierte imaginar que un caballero ilustrado, nieto del fundador de la casona, lee a Balzac y a Dickens, a José Mármol o a Jorge Issacs y figurarme que en los salones de la misma casa, atravesando la galería donde tal vez se cuelgue el retrato del poeta agónico y calavera que avergonzó a la familia, alguien lee en 1940 a Borges y a Huidobro, que siguiendo el curso de la máquina del tiempo, un muchacho, harto del rancio olor que se respira la casa, deseoso de que la vendan y adquieran un penthouse en la ciudad nueva, harto del terciopelo de los sillones y de las lámparas de cristal que le recuerdan a la mansión gótica de Drácula, un joven que lleva el apellido del criollo que adquirió la casa,  decide salir al jardín, abrir un Kindle o un iPad y continuar la lectura interrumpida de Huckleberry Finn, la novela que le pidieron leer en el colegio. Sube los pies encima de una silla de hierro pintada de blanco, recuesta la espalda en la tumbona del jardín, tiene a mano el celular multimediático que acaban de regalarle, ajusta los auriculares a sus orejas y recupera el rumbo perdido en el curso del Mississipi de Mark Twain mientras escucha a U2. 

  En la segunda planta de la casona, con una ventana que da al jardín, la hermana mayor, que está a punto de terminar la carrera de arquitectura, busca en Internet y encuentra el catálogo de las casas y edificios que construyó Frank Lloyd Wright en Chicago y Oak Park. Varios vínculos la llevan a fotos generales y a detalles de las construcciones. Hace tres meses, hizo el mismo ejercicio con Antoni Gaudí. Tiene un problema: hay demasiados artículos, demasiados textos sobre el tema que busca y no sabe distinguir el bueno del mediocre, la copia de la réplica. La biblioteca de la casa, que se ha ido reduciendo en los pequeños pillajes de la herencia, no contiene nada lo que busca. Está cerrada con llaves en sus puertas de cristal y su padre solamente la abre para acariciar el lomo de los libros que leyeron los fundadores de la estirpe. Le han hecho una oferta del gobierno por esos 600 volúmenes con obras preciosamente encuadernadas de los siglos XVIII y XIX. Sería una pena desprenderse de ese último vínculo de familia. Lo está pensando. Al correo electrónico de la joven acaba de llegar el link con un ensayo de 45 páginas en pdf sobre el genial arquitecto. Y resulta que mientras corrijo estas páginas en el cuarto de un hotel de Valencia, pienso que no estaría mal cerrar esta charla con la cita de un episodio de Cien años de soledad. No he traído el libro. Busco entonces en Internet y encuentro una versión en pdf.  

En marzo volvieron los gitanos. Esta vez llevaban un catalejo y una lupa del tamaño de un tambor, que exhibieron como el último descubrimiento de los judíos de Amsterdam. Sentaron una gitana en un extremo de la aldea e instalaron el catalejo a la entrada de la carpa. Mediante el pago de cinco reales, la gente se asomaba al catalejo y veía a la gitana al alcance de su mano. «La ciencia ha eliminado las distancias», pregonaba Melquíades. «Dentro de poco, el hombre podrá ver lo que ocurre en cualquier lugar de la tierra, sin moverse de su casa.»

            Muchas gracias.

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