COMO SON DESDE DENTRO LOS CHOCOANOS

Por Óscar Collazos

Soy un chocoano atípico: nací en el Chocó cuando aún era Intendencia y “tierra de misiones”; viví en Bahía Solano hasta los 6 años, cuando mi padre vallecaucano (mi madre era chocoana) se llevó a la familia a Buenaventura; hasta los 17 años pasaba mis vacaciones escolares en El Valle, corregimiento al sur de Bahía Solano y recorría las costas chocoanas hasta Juradó. De vez en cuando, me dirigía hacia la vecina ensenada de Utría  o a Nuquí, la cabecera municipal.

  Soy un chocoano atípico, no porque no responda al estereotipo del chocoano ni tenga su acento, sino porque lo más característico del Chocó y lo que domina su identidad, es ese complejo de pequeñas ciudades y pueblos (Quibdó, Condoto, Itsmina, Cértegui, Tadó) que se levantan a orillas de un hermoso tejido de ríos. Mejor dicho, el Chocó de mar adentro, en medio de la serranía del Baudó, es en verdad un Chocó que no conocí de niño pese a que toda mi familia materna venían de allá.

  Soy atípico porque, al parecer, no tengo los rasgos exteriores que identifican a un chocoano, aunque nunca he podido saber cuáles son en realidad esos rasgos. Se que predominan los afrodescendientes, que una minoría mestiza da cuenta del componente indígena, sobre todo embera catío, y que un número importante de mestizos regados por el departamento son el resultado de los colonizaciones del interior, además de un reducido número de familias de origen siriolibanés, atraídos por el comercio que estimularon las minas de oro y de platino.

  Hasta los veinte años conviví con chocoanos; he ido mucho al Chocó en los últimos años y puedo reconocer a un chocoano, no tanto por su aspecto físico como por su acento, por un correcto y amable uso del idioma español, por el gesto de humildad con que se presentan en sociedad pero también por la altivez que les sirve para mostrarse orgullosos de ser chocoanos.

  Una de las cosas que no ha podido hacer la pobreza que domina al Chocó, es doblegar el orgullo de sus habitantes. La conciencia de la pobreza no ha reducido el tamaño de la dignidad. Los únicos que la han perdido son los miembros de una clase política, una de las corruptas del país. La pobrezatmpoco ha podido mermar el sentimiento de haber estado desde siempre abandonados entre el mar y la selva y alejados de las dinámicas del progreso material del país. Su sentido de región es tan grande, que cuando se supo hace décadas que Antioquia tenia pretensiones anexionistas, los chocoanos pegaron el grito en el cielo y pusieron a afilar, simbólicamente, sus machetes nacionalistas.  

  El chocoano puede ser altivo por instinto de supervivencia, pero es fundamentalmente amable por un heredado sentido de la solidaridad, creado tal vez en la vida comunitaria de la aldea o en el vecindario de la ciudad. Es más frecuente en él el orgullo de pobre que la humillación de pobre. He conocido a tantos chocoanos que me atrevo a decir que, por dentro, no pierden nunca ese sentido de la solidaridad. Les cuesta mucho perder el sentido de comunidad y el paisanaje de sus orígenes. Por ejemplo, no conozco chocoano más típico que mi amigo el escritor Arnoldo Palacios, que lleva 60 años viviendo fuera de Colombia.

  Los lazos de parentesco se mantienen hasta perderse en remotas alianzas consanguíneas. Esta actitud casi tribal se mantiene en las comunidades urbanas. Hay un chocoano de costa y mar y un chocoano de río y selva. He tratado de averiguar en qué se parecen y sólo he podido suponer que los parecidos son mayores que las diferencias: unos sueñan con el mar, otros con la selva.

  Nací en lo que era todavía una aldea poblada por indígenas y mestizos, a la que llegaron luego afrodescendientes de los ríos Atrato y San Juan, además del puñado de inmigrantes del interior que, como mi padre, llegaron a conocer el progreso que traería un canal interoceánico y se encontraron con el fracaso de un poblado librado a su suerte.  

  Conocí Quibdó ya mayor y me fascinó, como si fuera un extranjero, divisar un conjunto irregular de construcciones levantadas a orillas del río que zigzaguea en medio de la selva. Tengo el vago recuerdo de haber atravesado la selva de Bahía a Quibdó siendo un niño de trece años, acompañado por un tío aventurero. No he podido confirmar la veracidad de este recuerdo pero me sirve para evocar el misterio de esa selva húmeda, despoblada y recóndita que se levanta más allá de las orillas del Pacífico.  

  Conocí a los chocoanos típicos: abuelos maternos, tíos, primos, sobrinos. Y una de las cosas que más he lamentado en mi vida es no ´parecer chocoano, ser casi un chocoano de mentiras. Me consuela, de todas maneras, saber que contribuyo a despejar un malentendido: el chocoano es también el mestizo, el mulato, el negro, el blanco y el indígena.

  El sentido de exclusión que padece el chocoano lo ha vuelto un ser esperanzado y paciente. Es curioso que en el Chocó no se hayan producido grandes sublevaciones sociales, pese a su historia de injusticias. García Márquez tuvo que inventarse un paro cívico de protesta, allá por los años 50, un paro anunciado que nunca se produjo, aunque sobraban motivos para hacerlo. El chocoano, además de saberse pacífico, cree que en cualquier momento se empezará a hacerle justicia.

  No hay un pueblo con una paciencia más proverbial. Pero la paciencia no es otra cosa que el conformismo formado tras una suma de decepciones individuales y colectivas. El chocoano ilustrado guarda un gran respeto por el maestro y la maestra, seguramente porque, durante muchos años, el más alto grado educativo lo daban las escuelas normales. Este hecho, creo, marca un poco el carácter.

  El chocoano sabe que nació y vivió en una región plena de riquezas naturalezas que, paradójicamente, multiplicaron su pobreza. El oro no ha sido suyo. No ha sido suyo el platino. Tampoco es suya la madera que podría despoblar el bosque húmedo. Ni la selva saqueada por las farmacéuticas. La misma paradoja me lleva a decir que el Chocó muere de sed al lado de la fuente, como en el poema de Villon: ríos caudalosos y  pueblos y ciudades sin acueductos. Esto lo sabe el chocoano desde lo más profundo de su malestar. Esta conciencia está tan interiorizada, que es de lo primero que puede hablar un chocoano con su interlocutor extranjero.

  Siempre me extrañó que hubiera chocoanos en las filas de guerrillas y paramilitares. No estaba en la naturaleza pacífica de la comunidad. ¿Estaban por miedo o por presiones del terror? Las injusticias sociales no habían producido hechos de violencia organizada. Las circunstancias de la guerra, en cambio, sí lo consiguieron, pero creo que los chocoanos reclutados sólo lo fueron en medio de las presiones de ejércitos que no habían sido formados en sus territorios. Más que guerreros, los chocoanos han sido víctimas humildes de la guerra.  

  Poco a poco, los afrodescendientes del Chocó han convertido la conciencia de su origen étnico en un orgullo cultural y estético. Se sienten bellos y lo proclaman. No hay comunidad afro de Colombia que lleve a tal punto la conciencia de su identidad. Es una conciencia reciente: cuarenta años atrás, una negra o un negro no tenía conciencia de su belleza sino de su humildad. Hoy la tiene y la ha introducido en los gestos de su altivez.

  Lo mismo ha sucedido con la conciencia artística, que encuentra su punto culminante en un grupo ya internacional: Chocquibtown. Lo precede la fama y el aporte musical de dos grandes orquestas de inspiración chocoana: el Grupo Niche y Guayacán. Hoy, los chocoanos saben que le dieron a la cultura de Colombia tres de sus más altas expresiones musicales. El chocoano que se siente rezagado del progreso material, se siente en cambio actor indispensable del progreso cultural colombiano.

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