DESPLAZADOS DEL FUTURO

Este libro fue posible gracias a los auspicios de la Fundación Friedrich Ebert de Colombia- FESCOL- y al  entusiasmo y confianza depositados por  Hans Blumenthal, a quien lo dedico en señal de agradecimiento y amistad. A él se debe la iniciativa, felizmente realizada, del complejo escolar “Sueños y Oportunidades”, del barrio Nelson Mandela de Cartagena de Indias.

De una a otra familia, las historias se repiten. Importa menos el impacto de la violencia en las familias de los desplazados o en los sobrevivientes de las víctimas, que el trauma producido por el desplazamiento. Casi siempre del mismo orden: emocional y económico. Todas estas familias pasan de la pobreza rural- humanamente sostenible- a una supervivencia que desemboca pronto en la miseria. Lo han abandonado casi todo, excepto la memoria.

  Nada más fácil que recoger testimonios de esas víctimas y acumularlos en un extenso inventario de calamidades. Crónicas y reportajes conmovedores se han escrito desde que el fenómeno se empezó a volver endémico. Se seguirán escribiendo mientras continúen los desplazamientos. Las cifras hablan ya de 2 millones 700 mil en todo el territorio colombiano. Son cifras aproximadas e inciertas.

  No se trata solamente de los sobrevivientes, de quienes vieron morir a padres, hermanos, parientes y amigos o de quienes fueron testigos del exterminio de familias enteras. Hay que incluir en este inventario de espanto a los fugitivos del miedo: no querían correr la misma suerte de parientes y conocidos. Aquello que abandonaron era, no obstante, mucho más deseable que lo que encontraron. Muchos debieron empezar de nuevo. O tratan de hacerlo, pensando a menudo que lo mejor sería volver al lugar que abandonaron. Pero ésta es una salida imposible: no pueden regresar a pueblos y caseríos convertidos en zonas de disputas territoriales u ocupados por uno cualquiera de los grupos armados.

  En numerosos casos, lo que vino después fue el infierno: masacres indiscriminadas, posicionamiento de guerrilla o paramilitares en zonas que antes estaban en disputa. El círculo vicioso se dibujaba con espantosa lógica: si los “paras” recuperaban zonas dominadas antes por la guerrilla, buscaban sospechosos de haber colaborado con ésta. Y al contrario: la guerrilla buscaba a quienes podrían haber servido a los paras. Para ninguno de ellos ha valido lo que podría llamarse instinto de supervivencia en comunidades que sin comulgar con ideas y objetivos de los grupos armados, convivían simplemente con ellos.

  Me propuse entrevistar a niños de un mismo barrio, vinculados por lazos de amistad o por pertenecer a una misma vida cotidiana, en este caso la de una comunidad que alcanza una población aproximada de 58 mil habitantes, el barrio “Nelson Mandela” de Cartagena de Indias. El tejido de sus relaciones se me fue revelando poco a poco. Pese a proceder de poblaciones distintas, vivían y están viviendo idéntica experiencia: lo que antes era una lucha desesperada por preservar la vida, ahora es una lucha por el trabajo.  Sólo la dignidad les ha impedido a muchos de ellos actuar como si fueran indigentes.  En el curso de mis entrevistas, se conocieron mejor. Acabaron de amigos y supieron que eran los sobrevivientes de un mismo fenómeno.

  Me propuse entonces buscar en sus testimonios un tejido argumental que los uniera, que las experiencias narradas se volvieran complementarias. Hablan por su propia voz y desde sus propias experiencias. O hablo en narración indirecta de aquello que me han referido. El libro ha sido, pues, escrito por ellos.

  He tratado de evitar el patetismo de sus confesiones. De ese patetismo, espectacular y escandaloso, se alimentan a menudo los medios de comunicación de masas. Es curioso que, pese al sentido patético de algunas experiencias, éstas sean contadas por sus protagonistas con naturalidad y sin efectismos. No me propuse ofrecer pasto para el sensacionalismo ni, mucho menos, inspirar en los lectores de este libro sentimientos de piedad o lástima. Estos niños y sus familias sólo merecen la solidaridad, un sentimiento mucho más digno. El estado de emergencia humanitaria que, según la ONU, está viviendo Colombia, nos obliga a devolver la mirada hacia estos núcleos de población y hacia el futuro que les espera. Por ahora, crecen en una medida superior a la solución de sus problemas.

  He recordado en todo momento que son niños. Pero la tragedia no les impide seguir viviendo sus vidas, pese a los tremendos golpes de la supervivencia.

  Ubicados en una línea de pobreza que en algunos casos es la brutal línea de la miseria, estos niños recuerdan sin rencor lo vivido. No descubrí en ninguno instintos vengativos. Sólo en los sueños, que son la expresión de deseos reprimidos o de un pasado todavía no resuelto, algunos “vengaron” inconscientemente a sus muertos. Por un explicable sentimiento de justicia, en un principio quisieron que se encontrara y castigara a los autores de esos crímenes. El paso del tiempo dejó ese acto de justicia “en las manos de Dios” o del destino. En cada uno de ellos existe un gran desencanto por la justicia de esta tierra. Sobre todo en las madres, obligadas a explicar a sus hijos el por qué de estas atrocidades.

  Estos niños  juegan y ríen como todos los niños. Tienen sueños de futuro. Ninguno de ellos ha dicho que en algún momento va a tener que bajar de sus sueños para aterrizar en la realidad. Temen que un día, quizá dentro de poco, tendrán que abandonar sus precarios estudios para lanzarse al incierto mercado del trabajo. El sentimiento de solidaridad que los une a sus familias los llevará a convertirse en piezas productivas. Pero la experiencia de padres o vecinos les dice que no hay mercado laboral para ellos.

  Los huérfanos recuerdan a sus muertos. Los fugitivos del terror evocan a sus amigos asesinados. Todos recuerdan el pequeño pueblo donde nacieron y hablan con nostalgia de los primeros años de una infancia feliz. Me he preguntado entonces por el crimen que los condena hoy a la pobreza más extrema. La he conocido horrorizado, como también he conocido la tenacidad con que sobrellevan la carga de un presente que no contempla idea alguna de futuro. Para ellos, el futuro es ahora mismo. 

  Hasta donde me ha sido posible, he evitado la descripción de actos atroces. Creo que la mayor atrocidad será la que se cometa contra sus vidas de vivos. He sentido la tristeza de verlos sobrevivir en sus “casas” o ranchos levantados en tierras invadidas de la periferia urbana. Y, a veces, he compartido con ellos la alegría pasajera de verlos reir. He reído con ellos cuando se me revelaron como lo que son: niños, simplemente niños. 

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